Hoy domingo podéis leer en el periódico de EL PAIS este pequeño reportaje en el que se habla del proyecto en el que trabajamos Julio Vías y yo sobre los oficios tradicionales del Guadarrama. Texto de Juan Antonio Aunión.
EL PAIS
La sierra que se apaga
Un proyecto trata de
rescatar del olvido oficios ancestrales del Guadarrama.
Los autores defienden
los usos ganaderos y forestales tradicionales para conservar la naturaleza
José Manuel López Luna, vaquero de Moralzarzal.
/ JAVIER SÁNCHEZ
—Estos montes están
perdidos. Mucho verde, mucho ecologismo, pero están perdidos.
—Hombre, para el turismo, para los excursionistas, sí que valen.
—Tampoco. Pero si no se puede ni andar. Antes, con 9.000 cabras por el monte,
se andaba por todas partes divinamente.
Con la gorra bien calada
sobre los ojos, el mono azul de trabajo con cremallera subida hasta el ombligo,
dejando ver debajo su jersey de punto, el cayado en una mano y el cigarrillo de
Celtas en la otra, Antonio Navacerrada, de 71 años, cuenta mientras pasea su
hatajo de 20 cabras cómo en Bustarviejo, a 62 kilómetros al norte de la
capital, había nogales por todas partes, la producción de judías era
espectacular, las vacas… Y se lamenta, acto seguido, de que ya es imposible
mantener casi cualquier intento de agricultura y de ganadería, entre otras
cosas, por “las burocracias”. De hecho, su pequeño rebaño es puro pasatiempo
para él, que, jubilado, lo necesita “como una terapia; ¡si me cuesta dinero!”.
DEMETRIO MATESANZ, EL CARBONERO DE PINILLA DEL VALLE. Demetrio Matesanz ya
no es carbonero; no porque tenga 91 años y lleve muchos jubilado, sino porque
en su pueblo, Pinilla del Valle (210 habitantes, a 90 kilómetros de Madrid), no
se ejerce la profesión desde la década de 1950: Matesanz ha trabajado casi toda
su vida en la construcción, pero de joven fue carbonero. Cuenta que era muy
duro —como era la vida entonces, “muy esclava”—, que requería pasar muchas
horas al aire: primero cortando la leña y preparándola y, luego, metiéndola en
la hoya para quemarla hasta convertirla en carbón. Pero se acuerda mucho, con
cariño, de aquella época: “No sé, había compañerismo”. Matesanz posa delante de
una hoya que, aunque sin uso, se conserva en el pueblo: “No es de nadie,
es del monte”. / JAVIER SÁNCHEZ
Navacerrada es uno de
los últimos cabreros de la sierra del Guadarrama, una extensión de cientos de
miles de hectáreas que parten la meseta norte y sur en el centro de la
península, entre la Comunidad de Madrid y Segovia, y con una pequeña parte en
Ávila. Entre los montes, pinares, dehesas y valles (muchos de ellos protegidos
dentro del recién creado Parque Nacional del Guadarrama) se diseminan un
centenar largo de municipios en los que aún se conservan algunos de los oficios
tradicionales que han ido conformando la cultura y el paisaje desde hace
siglos. En algunos casos, como el de Antonio Navacerrada, todavía en activo; en
otros, solo en la memoria, como ocurre con Demetrio Matesanz, de 91 años, que
recuerda, aunque hace ya más de medio siglo de aquello, la crueldad del trabajo
a la intemperie, el frío, el cansancio del carbonero: aquel que cortaba la leña
para después convertirla en un combustible y, por último, venderla, en su mayor
parte, en la capital.
Estos testimonios son
los que tratan de conservar, antes de que se pierdan definitivamente, el
fotógrafo Javier Sánchez y el escritor Julio Vías, autor, entre otros, del
libro Memorias del Guadarrama. De momento, las historias de Antonio, de
Demetrio, de Hipólito Herranz (gabarrero en San Rafael, en la parte segoviana
de la sierra), de José Manuel López Luna (vaquero en Moralzarzal) o de Ricardo
García (herrero en Alameda del Valle), las van publicando en sus blogs, pero no
descartan que acaben conformando un nuevo libro.
HIPÓLITO HERRANZ, EL GABARRERO DE SAN RAFAEL. El gabarrero es aquel
que corta leña, la saca a caballo del pinar y la vende después. Hipólito
Herranz (66 años) lo ha hecho, como su padre y como tantos hombres de la zona
de Valsaín, El Espinar y San Rafael (en Segovia, a 67 kilómetros de Madrid),
toda su vida, combinándolo en su caso con el trabajo de albañil. Hoy, jubilado,
lo sigue haciendo, para consumo propio y para vender a los vecinos. / JAVIER SÁNCHEZ
Una de las entradas que
ya ha escrito Vías empieza hablando de las raíces que se van perdiendo con
estas gentes del Guadarrama: “Y nos referimos, por supuesto, no a sus decenas
de miles de habitantes, casi todos ellos ciudadanos urbanitas procedentes de
Madrid, sino a los pocos supervivientes que quedan de la última generación
auténticamente rural que habitó los pueblos serranos, algunos ya convertidos en
verdaderas ciudades-dormitorio. Ellos son los depositarios de un legado
inapreciable de saberes ancestrales transmitidos de padres a hijos y hoy a
punto de perderse, como son las técnicas empleadas en unos oficios practicados
en estas tierras desde hace 2.000 años”.
Es el arranque del texto
sobre Hipólito Herranz, que a sus 66 años no recuerda la primera vez que se
acercó al oficio de gabarrero, que fue el de su padre y el de su tío y que ha
compaginado casi toda su vida con el de albañil. El gabarrero, término que prácticamente
solo se usa en el Guadarrama, se dedica a cortar leña en el monte, normalmente,
de pinos secos caídos o en pie, y transportarla a caballo para después
venderla.
ANTONIO NAVACERRADA, EL CABRERO DE BUSTARVIEJO. “Antes, el hijo de un
obrero en un pueblo, para cuando se iba a mili, sabía ya 10 oficios”, dice
Antonio Navacerrada, de 71 años, que se ha dedicado toda la vida, desde los
ocho años, a la agricultura y, sobre todo, a la ganadería en Bustarviejo (a 62
kilómetros de la capital); su padre tenía vacas lecheras. Ahora, se ocupa, solo
por mantenerse entretenido, de un rebaño de 20 cabras que pasea cada mañana,
después de ordeñarlas, y por la tarde. Dice que antes “había menos egoísmo” y
admite la dureza, la esclavitud del trabajo, pero también habla de sus
beneficios. “Por la puerta del cabrero pasa el hambre cerca, pero nunca llega a
entrar”. / JAVIER SÁNCHEZ
“¿Cómo está el monte
ahora? Mucho más sucio”, dice Herranz señalando un pino seco muy cerca de su
casa, junto a la nave donde guarda la caballería. Cuenta que ya casi no quedan
gabarreros y que hace años que el Ayuntamiento de San Rafael (ya en la parte
segoviana de la sierra), propietario del pinar, hace “lo menos cinco años” que
no arranca unos árboles pochos que, muchas veces, están infectados de plagas
que se contagian. Y no lo hace, simplemente, porque no le sale a cuenta.
La explosión de la
burbuja inmobiliaria impactó con fuerza también en estos parajes y en el valor
de una madera que se usaba, por ejemplo, para hacer puertas. El aserradero
municipal, abierto hace algo más de un siglo, cerró recientemente tras varios
años de quiebra técnica.
En sus horas más bajas,
por motivos parecidos, está la herrería de Ricardo García en Alameda del Valle,
en el Alto del Lozoya. Con grandes dosis de amargura y las manos más negras que
el tizón, García, de 61 años, va mostrando la fragua de su taller y algunas de
las herramientas que usaban su padre y su abuelo; y después, con orgullo, enseña
el cabecero de hierro para una cama que fue capaz de construir hace ya algunos
años a partir del diseño que le entregó un cliente y cuenta cuando fue a
competir con herreros de todo el mundo en México, en Costa Rica, en El
Salvador...
“A mí me gustaría continuar,
y lo estoy intentando, pero no sé si será posible”. Ahora, sobre todo, da
cursos de fragua a pupilos llegados desde toda España. “Son cursos muy cortos
para personas que trabajan después como herreros de exhibición en ferias
medievales”. Sabe que cuando él lo deje, se cerrará su negocio; sus hijos no
van a continuar. Lo mismo que los de Antonio Navacerrada e Hipólito Herranz no
seguirán los pasos de sus padres. Y estos oficios, claramente, no saben
sobrevivir si no se transmiten directamente de una generación a otra.
RICARDO GARCÍA, EL HERRERO DE ALAMEDA DEL VALLE. “El hierro es el metal
más dulce que hay, si lo calientas suficiente, harás con él lo que quieras; el
cobre no lo dominas”, cuenta Ricardo García (61 años) junto a la fragua. García
pelea con todas sus fuerzas para mantener abierta su herrería en Alameda del
Valle (250 habitantes, a 91 kilómetros al noroeste de Madrid), que heredó de su
padre y que sabe que cerrará en cuanto él se jubile. / JAVIER SÁNCHEZ
“Hay que heredarlo, si
no, es imposible”, asegura José Manuel López Luna, vaquero de Moralzarzal y
presidente de la Asociación de Ganaderos de la Cuenca Alta del Manzanares. “Con
la crisis, muchos han intentado salir adelante con la ganadería, pero no lo
consiguen”. López Luna tiene con su hermano 250 vacas de raza avileña (las
negras, autóctonas de España) que vende para carne; las de leche ya no dan
dinero. Habla de un contexto de costes crecientes —que apenas se llegan a
cubrir con las subvenciones— y de pastos decrecientes, lo que resulta al final
en una ganadería menguante.
“Aquí [en San Rafael],
mucha gente en paro ha vuelto a la madera, pero van con los coches y así no se
puede. En estos montes, con los desniveles que hay, solo se puede bajar la leña
con caballo y estos no han visto uno en su vida”, dice Hipólito Herranz
mientras muestra su calefacción alimentada con la madera que él mismo recoge.
“Con la crisis y el precio del gasoil por las nubes, algunos se han pasado otra
vez a la leña”, añade.
JOSÉ MANUEL LÓPEZ LUNA, EL VAQUERO DE MORALZARZAL. Cada año, al comienzo
del verano, José Manuel López Luna (en la imagen, con el jersey verde), de 43
años, y su hermano Vicente (48), suben a caballo sus vacas desde Moralzarzal
(12.000 habitantes, a 46 kilómetros al noroeste de la capital) hasta los pastos
del monte de La Camorza, en la Pedriza de Manzanares. Ambos, con un rebaño de
250 cabezas, se dedican a lo mismo que su padre, que su abuelo, que su
bisabuelo... “Aquí no hay horarios y cada vez es más difícil. Hay mucha presión
de la gente que se mete en los pastos, en las cañadas...”. Ahora, cuenta, la
gran cuita es el reparto de las recortadas ayudas de la PAC (Política Agraria
Común de la UE). “Sin subvenciones, aquí el ganado es imposible; te da para
cubrir gastos y justito”. / JAVIER SÁNCHEZ
Julio Vías no entiende
que en una zona con semejante riqueza la mayoría de las calefacciones sean de
gasóleo y, en general, que no se aproveche más. “Ahora, traer la madera de
Polonia es más barato, pero eso se acabará”, dice. Porque el suyo no es solo un
impulso sentimental ni cultural, sino que, en su defensa de los usos
tradicionales de la sierra, el escritor habla también de economía, de futuro y
de sostenibilidad. “Los centros de producción tendrán que estar cerca de los de
consumo. El CO2 que se emite trayendo las cosas de China no es sostenible.
Probablemente ya no tienen sentido algunos oficios, como el de carbonero; pero
yo estoy diciendo que los usos tradicionales adaptados a los tiempos tienen
futuro. Porque la agricultura no se va a acabar, ni la ganadería... Yo no sé
qué tipo de artilugios y vehículos usarán los vaqueros dentro de 100 años, pero
sé que seguirá habiendo vaqueros”.
“Nosotros también defendemos los usos
tradicionales porque también son los que han cofigurado el espacio natural”,
añade el profesor de la Politécnica de Madrid y miembro de Ecologistas en
Acción Rafael Córdoba. Pero esos usos necesitan un apoyo que hoy, añade Vías,
apenas existe, pues la apuesta parece apuntar hacia otro tipo de usos como el
turístico, según se desprende de la Ley de Parques Nacionales recién aprobada.
“El propietario de un pasto magnífico en una zona protegida podrá poner un
negocio de paintball o de vuelo sin motor”, se queja Vías.